En México, la alerta por parte el gobierno ha venido con algo de retraso con respecto a otros países del continente americano (aunque se empeñen en negarlo). La campaña de desinformación por parte del gobierno de la república, sumada a la confianza en una presunta superioridad del pueblo mexicano (en palabras del presidente) con respecto a otras naciones como Italia o España, han obligado a las empresas privadas, gobiernos estatales y personas particulares a tomar sus propias medidas, mientras que una parte de la población aún continuaba dudando (y continúa) de la gravedad de la situación. No quiero ser injusta. Muchos otros países tuvieron la misma reacción de desconfianza, en un primer momento, y de rebeldía a continuación como respuesta ante una situación de aislamiento externamente impuesto. Pero supongo que soy demasiado ingenua e ignorante en estos temas, porque jamás hubiera esperado sufrir la culpabilización en forma de xenofobia. 

Desde hace algo más de año y medio resido en la Ciudad de México. Excepto en algunas situaciones aisladas que (quiero pensar) no estaban directamente relacionadas con mi nacionalidad, no me había sentido discriminada por ser española. La discriminación por mi nacionalidad no es algo que me sea ajeno. El breve tiempo que residí en Londres, viví situaciones de discriminación por parte de algunos británicos y, peor aún, de algunos latinos que llevaban tiempo residiendo en la ciudad, pero, en el primer caso, siempre lo atribuí al choque entre diferencias culturales, por lo que no me afectaba, especialmente porque amo muchas de las cualidades de la cultura británica que son más laxas en las española (p.ej. el orden impecable, la distancia respetuosa, la puntualidad…) y, sobre todo, porque siempre fueron respetuosos conmigo como mujer, que según mi escala de valores sería intolerable en caso contrario.

Así que, cuando el sábado estaba en la fila del supermercado, la situación que viví me perturbó profundamente. Los responsables de Superama han marcado prudentemente con X el piso para establecer la «sana distancia» entre un cliente y otro. Sólo había una cliente delante mía y siguiendo mi apego británico a las normas, me situé en la X que me correspondía. Tan sólo llevaba 3 artículos en las manos cubiertas con guantes (no así mi cara, porque no he podido hacerme con mascarillas/cubrebocas), y aún la cliente de delante estaba por pagar, cuando noto un viento en mi espalda. Detrás mía se había situado un joven sin mascarilla ni guantes, a una distancia impropia aún sin pandemia. Lo miré en varias ocasiones para que se percatara de que me estaba incomodando, pero parecía ignorarme consciente o inconscientemente. Haciendo acopio de todas las fórmulas para solicitar algo que he aprendido en este año y medio en México (soy consciente de que la forma directa de hablar de los españoles puede resultar grosera a los mexicanos), apelé a su amabilidad para que respetara la distancia de seguridad. A lo que me respondió murmurando, que no se acercaría tanto si yo fuera más rápido. Le dije que no se atreviera a replicarme, que yo no podía adelantar y que tenía la obligación de respetar la distancia. Volvió a murmurar algo de nuevo. Le pedí que lo repitiera más fuerte, pero ya lo había oído. Ese comentario fue un disparador para mí. Ser consciente, desde la distancia, de la situación en la que están mis conocidos en España, personas a las que quiero, con la frustración que eso supone, la cantidad de afectados, fallecidos, las numerosas familias desconsoladas por no poder acompañar a sus seres queridos durante su enfermedad, sus últimos momentos, no tener la oportunidad de, ni tan siquiera, despedirse; saber que los cadáveres se hacinan, solos a la espera de la nada, en lugares que antes eran centros de ocio y felicidad y ahora son bellas fosas comunes para aquellos a quienes amamos y no volveremos a ver… 

No estoy orgullosa de haberle insultado con un «niñato estúpido y xenófobo», especialmente porque las cajeras se replegaron como si yo fuera la culpable. Nunca me he sentido especialmente patriótica o nacionalista, siempre me he visto como ciudadana del mundo y he sentido que mi hogar lo conformaban las personas a las que amaba, estuvieran donde estuviesen. Pero, cuando en una situación como esta utilizan tu nacionalidad como insulto, se siente como una puñalada directa al corazón. 

Mi hermana me ha contado que, al comienzo de la pandemia, muchas personas de origen chino, residentes y nacionalizados españoles, sufrieron ataques similares, así como los italianos en otros países. Después de esto, empatizo completamente con su dolor y la impotencia y frustración que debieron sentir. Todos somos seres humanos. Esto comenzó en China como pudo haber comenzado en México, y no digo que la situación hubiera sido diferente, pero sí que debemos dejar de hacer de jueces y jurado, ahora más que nunca. No existe una predisposición para transmitir el coronavirus en función de la nacionalidad de tu pasaporte, así que mantengamos la calma.

Por otro lado, he oído de aquellos que se entretienen, asomados al balcón, fiscalizando a todo aquel que pasa por la calle, sin saber si es la persona que te atiende en el supermercado, si te va a salvar la vida, si tiene autismo y necesita salir a la calle o si le acaban de negar la posibilidad de despedirse de su familiar. El deber de los que tenemos la fortuna de quedarnos en casa no es juzgar a los otros, sino apoyarlos desde la distancia, mantener la calma, no ser un motivo de preocupación más; para mantener el orden ya están otras personas arriesgando su salud y la de sus familiares. 

Afortunadamente, la situación que estamos viviendo también ha despertando la solidaridad de muchas personas y ¡es que no hay alternativa si queremos superar esto de la mejor manera posible! Pensando en el otro, quedándonos en casa, manteniendo la distancia cuando nos encontremos porque sea necesario salir, en definitiva, siendo coherentes y sensatos. Ya tendremos tiempo de salir y disfrutar del maravilloso planeta que, por fin, está teniendo su oportunidad de volver a respirar.

 

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