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Esta mañana me levanté con la mente rebosante de recuerdos y una sonrisa en el rostro.

Los recuerdos no tenían relación alguna con la sonrisa: los primeros, como su propio nombre indica, hacían referencia a un pasado, en este caso, no muy agradable; la segunda, era una consecuencia de mirar al presente.

Alguien podría decir, ¿por qué sonreír en estos momentos? Vivimos una situación sin precedentes. Una pandemia ha enfermado a gran parte de la humanidad, los recursos están siendo superados por la necesidad, (tal como algunos llevaban vaticinando desde hacía tiempo, quizá en otros sentidos, pero ya se había advertido), la mayoría de los países se encuentran en cuarentena, muchos han perdido sus empleos y cuando acabará y qué vendrá después, es tan sólo un cúmulo de preguntas sin respuesta que forman una gran montaña de incertidumbre. Entonces, ¿por qué sonreír?

Supongo que pasé toda la noche recordando mis anteriores confinamientos entre sueños. Volví a sentir el calor constante de la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria (UTCA) del Hospital General de Ciudad Real (España). Ese termostato que permanecía inalterable para mantener la temperatura de todos y cada uno de aquellos cuerpecitos desprovistos de grasa, tan sólo una envoltura de piel y huesos cubierta por unos pijamas azules demasiado grandes para unos seres tan exiguos. No sé, siempre recordaré ese calor que aumentaba con las rayos de un sol otoñal que se colaba por las ventanas y amplificaba la sensación de asfixia. Miraba por los vidrios adivinando el movimiento de las hojas que trazaban sombras sobre las habitaciones blancas de altos techos y suelos grises y fríos. A veces me sentaba en ellos cuando el calor era insoportable o mi estómago estaba tan lleno que podía imaginar mi piel quebrándose para dejarle espacio, pero enseguida el sanitario de turno te levantaba con un «¿eso le harías en tu casa? Compórtate como un ser humano» y un «sí lo hago, quién vive conmigo puede corroborarlo», no bastaba o tenía consecuencias aún más negativas. No podías no comer. Después de meses, incluso años de inanición, cada menú personalizado de 3 o 4 tiempos debía desaparecer en un tiempo límite que ya no recuerdo (y ¡ay, de aquella que tratase de tirarlo o esconderlo!). Es duro para una vegetariana comer carne por obligación, especialmente cuando llevas años sin hacerlo por total convencimiento y sin forzar nada. Solo pude rechazar un alimento: elegí los mejillones. Pero, pronto vendrían la ternera y otros alimentos que no toleraba (y sigo sin tolerar). Esto, sumado al constante temblor ocasionado por la medicación de turno para las migrañas que provocaba un derrame de líquidos al más puro estilo aspersor, me supuso la ingesta de muuuchos batidos de proteínas. Eran exactamente los mismos que tomaba mi abuelo cuando el cáncer finalmente le impidió alimentarse con normalidad y, como entenderás, los odiaba por razones que van más allá de la obsesión restrictiva (y continúo odiándolos ahora que tan de moda están).  Creo que, desde entonces, no he sentido un dolor igual al que me producían aquellos batidos. Nunca he estado encarcelada, pero imagino que debe ser algo similar a aquello. Por la mañana nos pesaban y controlaban nuestras constantes, desnudas delante de varias personas. Claro, que aquello era totalmente aceptable en comparación con ducharte y hacer tus necesidades delante de un celador (en masculino, porque era varón, en la mayoría de las ocasiones). Aunque lo prefería mil veces antes que escuchar la forma en que hablaban de nosotras las enfermeras en su «no insonorizado» despacho. Al menos, estaban ellas. Todas y cada una de nosotras, apoyándonos en silencio, con miradas, con una gélida caricia o un consejo susurrado nacido de la experiencia. Enseñándonos unas a otras lo que sabíamos y podíamos hacer, para que el tiempo pasara más deprisa y nuestros cuerpos y nuestras mentes dolieran algo menos. Mis padres no faltaron un sólo día al horario de visitas. Algunas de mis amigas, las que pudieron, traspasaron esas puertas para regalarme miradas normalizadas del mundo, volviéndolo más amable y divertido. María me regaló un cuello de lana que no usaría hasta haber olvidado el calor de esa habitación, pero que significaba mucho. Nati llamaba cada noche cuando nos devolvían los teléfonos y me recordaban que aún tenía algo pendiente a 300 kilómetros de allí. En mi cuarto tenía guardado el colgante de reloj con la foto de mi sobrino en su interior que me había regalado mi hermana y que tantas sonrisas me arrancó.

La tarde en que salí del hospital comenzó a llover. Mi madre trató de abrigarme y yo le pedí que me dejara: nunca me había gustado el frío y sentía que los cielos grises me arrancaban la alegría, pero en aquel momento cada bocanada de aire húmedo me devolvió la vida y podía notar como cada gota de lluvia que resbalaba por mi rostro se llevaba consigo algo que aún hoy no puedo describir, pero que me limpiaba. En aquel momento me sentí llena de gratitud. Los meses siguientes no fueron más sencillos, pero obviamente esta experiencia y todas las personas que intervinieron en ella no se han borrado ni se borrarán de mi mente.

Cuando comenzó la cuarentena en España, aquí en México aún no podíamos ni imaginar lo que estaba por venir, pero estaba segura de que no tendría nada de lo que quejarme. Esta vez mi cárcel es un departamento precioso, vivo con una persona que me ama y dos maravillosas bestias que no permiten que bajes la guardia ni un sólo instante. Puedo ir desnuda o vestida, comer o dejar de comer lo que quiera, hacer deporte, ver y hablar con mi familia y amigos en cualquier momento (siempre que estén despiertos y sea por videollamada, que la distancia está ahí). Aquí nadie puede hacerme sentir inferior, ni hablar pública e ilegalmente de mis intimidades ante otras personas por el hecho de estar en esta situación y, si alguien lo hiciera, podría mandarles a un lugar que conozco sin miedo a represalias.

Pero, sobre todo, puedo abrir las ventanas y dejar que el viento acaricie mi piel, pasear con los perros, aunque sean tan sólo unos minutos, aspirar la fragancia de las lilas y observar las nubes que, de vez en cuando, hacen una excepción en esta estación seca y, de nuevo, me regalan unas maravillosas gotas de lluvia que no dejan que me olvide de todo aquello por lo que debo sentirme agradecida.

¿Has estado en una situación de confinamiento antes de este periodo? ¿Conoces a alguien que haya estado en esta situación? ¿Cómo llevas esta cuarentena?

Por último, no finalizar sin señalar que, si bien algunos miembros del equipo de la UTCA en el momento de mi ingreso no tuvieron una actuación memorable (y fue reportado), esta opinión no es extensible a todo el equipo que realiza una labor muy difícil e increíblemente valiosa, ni mucho menos a todo el sector sanitario que siempre, pero especialmente en estos momentos, merecen todo nuestro respecto y apoyo.

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